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El Llamado de la Selva

August 1, 2002 | Jimmy Langman | Latin Trade

Existe una gran distancia entre Houston, Texas, y las selvas de la zona este de Bolivia. Pero el calor político de las investigaciones de dos gobiernos sobre Enron, la fracasada empresa norteamericana de comercio de energía, llega a la jungla boliviana, como el gasoducto de 628 kilómetros que Enron construyó en este país con dinero de los contribuyentes norteamericanos.

Los críticos acusan a Enron de dañar el medio ambiente y atropellar los derechos de los indígenas cuando construyó un gasoducto desde la ciudad boliviana de Santa Cruz hasta la termoeléctrica de Cuiabá, en el estado brasileño de Matto Grosso. Los indígenas están esperando que Enron les entregue la tierra que les prometió.

La situación se agrava con las elecciones en Bolivia a fines de junio y los políticos culpándose mutuamente por un negocio que salió mal.

Se cuestiona el papel de la Corporación de Inversión Privada en el Exterior (OPIC), una entidad gubernamental norteamericana, que dio US$3,000 millones para apoyar los proyectos internacionales de Enron en la década de 1990. En su investigación, la Comisión de Finanzas del Senado de Estados Unidos trata de determinar si la entidad aprobó el financiamiento para la obra en Cuiabá, violando sus propias normas. Bajo una directiva del gobierno de Clinton en 1997, la OPIC no puede financiar “obras de infraestructura en selvas tropicales primarias”.

Pero eso es exactamente lo que hace el gasoducto de Enron, donde Shell Oil tiene una participación.

Para entregar 2.1 millones de metros cúbicos diarios de gas natural a la electrogeneradora de Cuiabá, el gasoducto de Santa Cruz, en el este de Bolivia, atraviesa el bosque chiquitano, el último gran bosque seco y relativamente intacto del mundo y una de las 200 regiones de ecología más delicada del planeta, según el World Wildlife Fund. El gasoducto también atraviesa uno de los hábitats con más especies animales del mundo, el Pantanal, en la frontera de Bolivia y Brasil, y cruza zonas boscosas reclamadas por los indígenas chiquitanos y ayoreos.

En 1999, para conseguir US$200 millones en garantías de préstamo de la OPIC para el gasoducto de US$600 millones, Enron acordó mitigar el efecto de la obra en esos ecosistemas y en las comunidades indígenas. No obstante, tres años después, la OPIC ha retirado su préstamo debido a disputas contractuales con las autoridades brasileñas y al debate político sobre el desastre de Enron.

Entretanto, los indígenas dicen que Enron todavía tiene que entregar títulos de tierras que la compañía prometió como compensación. En septiembre de 2000, cientos de hombres, mujeres y niños chiquitanos bloquearon pacíficamente durante 16 días la entrada a tres campamentos de constructores del gasoducto de Enron. El conflicto se resolvió finalmente mediante negociaciones, pero los indígenas dicen que la empresa ha incumplido el acuerdo.

Cuestión de palabra. “Hicieron su gasoducto y no cumplieron con su palabra”, dice Carlos Cuasace, presidente de la Organización Indígena Chiquitana, que representa a 450 comunidades chiquitanas de la región. Unos 58,000 indígenas reclaman el 37% del bosque chiquitano, de 2.4 millones de hectáreas.

Los ecologistas denuncian que aumentan las actividades ilegales de tala de árboles, pastoreo y caza cerca de los caminos de acceso al gasoducto construidos por Enron, caminos que según los ambientalistas infringen el plan ambiental de la compañía, aprobado por la OPIC. “La OPIC y Enron tienen una deuda ecológica y no pueden irse sin pagarla”, dice Jon Sohn, director de normas internacionales de Amigos de la Tierra, un grupo ambientalista de alcance internacional.

El Congreso norteamericano también ha revelado pruebas de la aplicación en Cuiabá de los trucos de contabilidad de Enron. Según una investigación independiente pagada por la junta de directores de Enron, la empresa vendió un interés del 13% en la planta eléctrica de Cuiabá por US$11 millones a LJM1, una de las asociaciones de inversión ficticias pertenecientes a Andrew Fastow, ex director de finanzas de Enron. Aparentemente, eso permitió a la compañía anotarse una ganancia de US$65 millones por un contrato de suministro de gas a 20 años con su planta eléctrica, aun cuando el gasoducto todavía no había suministrado ningún gas. En agosto de 2001, Enron recuperó la participación de LJM1 por US$14 millones, dando a los ejecutivos de Enron que controlaban la asociación de LJM1 una ganancia de US$3 millones.

Laine Powell, director del Proyecto Integrado de Energía de Cuiabá, dice que la compañía ha cumplido con sus obligaciones ambientales y sociales y que lo seguirá haciendo. Enron, señala, no incluyó a Cuiabá en su declaración de bancarrota de diciembre y mencionó el proyecto como un aspecto clave del plan de reorganización de la compañía. “Hemos hecho compromisos, hemos cumplido con los compromisos y seguiremos cumpliendo con esos compromisos, tanto en el gasoducto como en la planta eléctrica”, afirma.

Irregularidades. En La Paz, el gobierno inició una investigación sobre la aprobación ambiental del proyecto.

El Congreso de Bolivia también investiga denuncias de corrupción sobre la adquisición por Enron del 40% del lado boliviano del lucrativo gasoducto Bolivia-Brasil y el 50% de la unidad de transporte de la empresa estatal de petróleo y gas durante el gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, de 1993 a 1997.

El congresista boliviano Armando de la Parra dirige la investigación. Entre los detalles “irregulares” del convenio del gasoducto Bolivia-Brasil hay cláusulas que permiten a Enron organizar la empresa como una compañía registrada en paraíso fiscal, exenta de impuestos bolivianos, denuncia De la Parra. También dice que el contrato original del gasoducto entre Enron y Sánchez de Lozada fue ilegal porque se creó bajo la ley del estado de Nueva York, no bajo la ley boliviana.

Parra alega que Enron también tenía una sospechosa ventaja en la licitación del gasoducto. “Las otras compañías invitadas a participar en la subasta recibieron avisos sólo con 13 días de antelación, mientras que Enron estaba en contacto con la oficina de Sánchez de Lozada sobre el proyecto desde hacía cinco meses”, dijo Parra. “Y luego, un minucioso memorando de entendimiento de 20 páginas se firmó sólo dos días después que Enron ganó la licitación”.

Keith Micelli, portavoz de Enron, dice que la investigación boliviana es una maniobra para influir en la elección presidencial del 30 de junio. “Hasta los periódicos bolivianos han señalado que como Sánchez es un candidato, han politizado el asunto”, dice Micelli.

Entretanto, la controversia es más interesante cada minuto que pasa. En mayo, Carlos Sánchez, jefe nacional de la campaña presidencial de Sánchez de Lozada, denunció que la aprobación de la ruta del gasoducto de Cuiabá por el saliente gobierno de Banzer-Quiroga era “el mayor desastre ambiental de la última década”.

Aunque los ecologistas suelen coincidir con las declaraciones de Sánchez, también denuncian los acuerdos originales de Sánchez de Lozada que abrieron la puerta. “Goni [Sánchez de Lozada] es el único responsable de traer Enron a Bolivia”, dijo Derrick Hindery, del grupo ambiental Amazon Watch, de California.

Además, los ambientalistas dicen que las declaraciones de campaña de Sánchez de Lozada no son creíbles, ya que es el presidente de la junta de la compañía minera Orvana Minerals Corp., de Toronto. Orvana planea construir un ramal de 5 kilómetros de gasoducto de Cuiabá para suministrar gas a una planta de extracción y procesamiento de oro, con una capacidad de 600 toneladas diarias, en el corazón del bosque chiquitano.

Como ha sucedido con muchos negocios de Enron, el origen del contratiempo boliviano podría quedar en el misterio. Los funcionarios de gobierno interrogados por el Congreso ahora expresan que han perdido los documentos del contrato original. Los políticos probablemente desean que lo mismo suceda con el lío del gasoducto.

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