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Desencuentro de Dos Culturas

March 6, 2006 | Nelly Luna Amancio - Enviada especial | El Comercio

La vida y el tiempo de la gente de la selva está cambiando bruscamente. Ahora hay más comercio, usan plásticos, escuchan reggaetón y ven televisión todas las noches.

En una clase de lógica:
– Si llueve, la avioneta con los víveres no aterriza. Está lloviendo, entonces – dice el profesor.
(Silencio)
-Si llueve, la avioneta no aterriza. Está lloviendo, entonces – insiste.
-Ya dejará de llover, profesor, respondió uno de los alumnos.

Davi Montesinos, voluntario de la misión dominica en Kirigueti, recuerda con gracia esta anécdota en una de las aulas de secundaria. “La lógica de las cosas que ellos manejan es muy distinta a la forma como la entendemos nosotros. Los machiguengas son pacientes, más aun cuando de eso dependen aspectos importantes, como la alimentación”, dice.

Tiene razón. Pero eso nosotros recién lo comprendimos la primera semana del viaje que hicimos a la cuenca del Urubamba, en la selva del Cusco. Entendimos que el tiempo y la paciencia mantienen un exquisito lazo para los machiguengas, que el tiempo no es la sucesión de instantes, sino el instante mismo.

“¿Cuándo pasará la lluvia?”. “Ya pasará”. Al principio, hombre de ciudad, tu premura te desespera. Para variar, ha llovido toda la noche, ya son las once de la mañana y sigue lloviendo. “¿A qué hora parará?”. La respuesta destroza tu razonamiento occidental: “Pasará cuando tenga que pasar”. Paciencia, imagina que el tiempo no tiene alas, sino pies de plomo. No dejes que la desesperación te perturbe que aquí no hay que robarle tiempo al tiempo. Recuerda que los machiguengas creen que el mal ánimo altera el mundo. Eso fue lo que aprendimos la primera semana de viaje.

ENCUENTRO CERCANO
Detrás del impacto ambiental y económico del proyecto Camisea, hay una huella más fuerte que esta gran inversión está dejando en las comunidades del Urubamba, la del impacto social y cultural.

Podríamos decir que el punto que separa el mundo moderno-occidental del machiguenga es Ivochote, la puerta de entrada en bote al río Urubamba. Con sus tres hostales, cuatro restaurantes, dos tiendas y un teléfono comunitario, este pueblo se ha convertido en uno de los más importantes de la zona. Aquí, los visitantes se proveen de combustibles y víveres, antes de internarse a la cuenca.

Pero no siempre fue así. Ivochote era antes un pequeño pueblo, donde el comercio era un negocio demasiado arriesgado por la ausencia de compradores. Ahora, sin embargo, con el incremento del tráfico de personas, las ventas han subido y la ganancias también. La señora Egidia, propietaria de un hostal, una tienda y el más concurrido restaurante, puede dar fe de ello.

La actividad comercial se ha extendido a las comunidades. Alertados por la presencia de dinero en la cuenca, proveniente de los nativos que trabajan en las empresas, los negociantes de Quillabamba y Ucayali alistaron sus mercancías y ahora viajan de una comunidad a otra ofreciendo objetos de limpieza, alimentos básicos, pero también música.

Una mañana, mientras visitábamos el colegio primaria de Cashiriari, escuchamos una música que rompía la tranquilidad de esa mañana. Era el reggaetón. El comerciante había elevado el volumen mientras su hijo se contorneba imitando el baile. “¿Y los nativos compran el disco?”, preguntamos. “Sí, ahora que la mayoría de comunidades tiene energía eléctrica en las noches, compran no solo discos de música, también películas, a las señoras les gusta Jackie Chan”, nos respondió. “Y también vende equipos”. “Claro, traigo bajo pedidos DVD y televisores, pero los que compran son los que trabajan para la empresa”.

Con el comercio llegó la amenaza plástica. Es común ver en las comunidades botellas y envolturas de plástico arrinconadas en las quebradas. Sus suelos se están llenando de plásticos, pilas y latas. Y es que tradicionalmente la basura que generan los machiguengas era orgánica, la arrojaban al río o al monte y se degradaba. Ahora hacen lo mismo con el plástico.

Las comunidades no conocen las consecuencias de arrojar plástico a la tierra ni de los cientos de años en las que esas botellas de plásticos estarán contaminando las aguas de los ríos y la tierra. Nadie se ha encargado de decirles lo que deben hacer con esos desechos. ¿A dónde se llevará todo cuando la basura que se genere sea mayor? Nadie lo sabe. Por el momento la presencia de los residuos sólidos aún no representa un problema fundamental, pero está camino a serlo. Sobre todo, cuando el tráfico de gente es mayor y está consolidando varias zonas comerciales como Ivochote, Camisea, Kirigueti y Nuevo Mundo.

Pero lo que sí ha sido una revolución es la llegada de la televisión. Con ese poder hipnotizador se ha presentado en algunas de las comunidades. Las señoritas ya no quieren hilar ni tejer las cushmas (los trajes tradicionales), prefieren ver televisión y comprar pantalones jean. La cushma la han dejado para los adultos. El canto y el baile al ritmo del tambor han sido reemplazados por la música que irradia de la ‘tele’. Y en las zonas donde no llegan los canales de televisión buenos son los DVD con películas de Silvestre Stallone. “Con la televisión la gente está aprendiendo más a hablar el castellano”, dicen en la misión.

GARANTÍA DE DERECHOS
Sin la existencia de un programa integral por parte del Estado, que garantice la protección de los derechos de los grupos nativos y el respeto por sus tradiciones, el impacto del proyecto Camisea podría ser muy negativo en los usos y costumbres de estas comunidades, dice Lelis Rivera, antropólogo del Centro para el Desarrollo del Indígena Amazónico.

¿Qué entidad del Estado debería velar por estos considerandos? Una de ellas es, sin duda, el Instituto Nacional de Desarrollo de Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuano (Indepa). Sin embargo, los representantes del Consejo Machiguenga del Río Urubamba (Comaru) sostienen que hasta ahora no reciben un apoyo concreto por parte de esta entidad.

Según ellos, este programa debe considerar que existen comunidades que han tenido una mayor comunicación e intercambio cultural, como Nuevo Mundo y Shivancoreni; y otras, como los kugapacori nagua, que han elegido mantenerse aisladas. Esta condición la que “los hace estar más expuestos a la vulneración de sus derechos, especialmente los referidos a la vida, la salud, la identidad étnica y cultural, el libre desarrollo y bienestar en su propio hábitat”, ha dicho la Defensoría del Pueblo.

Es por ello que las recomendaciones de la Sociedad Civil han previsto la necesidad de adoptar medidas que permitan a las comunidades nativas “un desarrollo sostenible basado en la equidad, políticas orientadas a su inclusión sin vulnerar los derechos a la identidad y a decidir las prioridades en el proceso de su desarrollo”, tal y como lo precisa el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT).

Sin ello, un adecuado desarrollo parece trunco. Por ejemplo, los nativos de Ticumpinía aún recuerdan cómo, durante el 2003, una de las casas empezó a funcionar como prostíbulo. En una asamblea se decidió, expulsar a las dos chicas, pues esta era una falta grave dentro del reglamento de la comunidad. Las muchachas presentaron al Poder Judicial una demanda contra el jefe de Ticumpinía por abuso de autoridad, apelando a que esta actividad no está penada por la legislación peruana.

Meses después, ganaron el caso y volvieron a la comunidad. El Estado reconoce la organización interna de las comunidades pero, esa vez, se impuso, por encima de las normas de la comunidad, confundiendo a los nativos, para quienes la organización está por encima del individuo. Las experiencias violentas de contacto con los grupos occidentales han hecho más sólidas estas relaciones. Un vínculo que les ha permitido, con paciencia, sin angustia por el tiempo ido, con coraje por el hoy, sobreponerse a las situaciones más difíciles.

Al final de este viaje, extrañé la ausencia de esa perversa angustia que sí nos persigue en este mundo moderno, la angustia por el momento que se fue y que pudo ser.

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